Estaba leyendo una noticia sobre las 10 leyendas urbanas que causaron pánico moral y en los comentarios salió una leyenda que corre (o corría) por estos lares. La clásica de que ofrecen droga a la salida de los colegios. El usuario de menéame Cuatro33 ha contado una historia que me ha hecho reflexionar sobre el daño que hacen los inventos y bulos a la gente más insospechada.
Cuando yo era niño, iba a una escuela que estaba (y sigue estando) al lado de una residencia de ancianos. Muy a menudo, algún abuelillo se acercaba a las verjas en la hora del recreo, unos con gorra de lana, otros con bastón, e intentaba hablar con alguno de los que nos encontrábamos cerca, o simplemente intentaba echarle la bronca al gamberro de la escuela que se dedicaba a fastidiar al resto de los compañeros.
En uno de esos días, jugando en el patio, una abuela se acercó a la verja, y nos preguntó a mí y a unos amigos a qué jugábamos. Como yo he sido de todo menos tímido, le contesté con mucha educación. Se ve que la mujer quedó encandilada y me dio un par de caramelos de piñones.
Nada más marcharse, abrí uno de los caramelos y me lo metí en la boca, mientras mis amigos se llevaban las manos a la cabeza y me gritaban por lo que había hecho.Flickr de Ignacio Conejo
Al volver a la clase, uno de ellos, alzando la voz, le dijo a la maestra que me había comido un caramelo de los que me habían dado, y me llevé una bronca de órdago, sin saber dónde meterme.
A los pocos días la misma anciana se acercó a las verjas del colegio durante la hora del recreo, probablemente para saber si me habían gustado los caramelos. Por vergüenza o por miedo no quise contestarle, haciendo como que no la oíga, mientras mis compañeros la trataban como si fuera una bruja. Cuando se marchaba, giré la cabeza y la miré a la cara, y pude notar cómo se le había partido el corazón.
Jamás lo he olvidado, y es algo que no me perdonaré nunca.
Espero sinceramente que a esa señora se le olvidara pronto fruto de su edad avanzada…